

En “La escuela patas arribas”, Eduardo Galeano plantea: “Hace ciento treinta años, después de visitar el país de las maravillas, Alicia se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana”. ¿Por qué en un paradigma que plantea ideales de inclusión, derecho a la educación y que garantiza un entramado de universidades sin ningún tipo de aranceles aún no se ven logros tan deseados? ¿Por qué la escuela es solo parte de las noticias desafortunadas de los medios masivos de comunicación? ¿Qué rol juegan las redes sociales que los estudiantes usan para hacer bullying y cruzan las paredes del aula? ¿Por qué solo lo que se ve de las instituciones educativas es el no cumplimiento de una política educativa llena de eufemismos que endulza por fuera, pero mata por dentro? ¿Cuándo el sistema extremista de licencias docentes se ha vuelto el protagonista de las denuncias de los padres de los estudiantes en instancias distritales y regionales? ¿Qué hay de ese enfoque a asociar repitencia, examen de ingreso y desaprobación a militancia de derecha y antiderecho humano? ¿Cuántos de esos ecos acallados por militancias de todo tipo ocultan los problemas que muchos quieren enunciar y el miedo los paraliza? ¿Cuánto de represión y violencia simbólica sufren a 40 años de democracia docentes, estudiantes y padres que ya no quiere mirar el mundo al revés de la educación argentina?
Para todos estos interrogantes y muchos más que atraviesan las paredes de la escuela del siglo XXI, debe considerarse que la Argentina de hoy, aquella de la incertidumbre y el desánimo, cubierta de inflación e inseguridad, se impregna en cada ámbito donde enseñar y aprender ya no es un desafío, sino una utopía. Un país que encierra años a jóvenes con escuelas sin conectividad, condiciones de infraestructura paupérrima, obligados a permanecer horas en un lugar al que muchos no quieren ir, fomentando así una ley que solo genera emisión de títulos sin legitimidad que solo dan cuenta de un permanecer sin estar. Así, en un tiempo de muchas incertidumbres y una economía aciaga, parecería que no hay política redistributiva que subsane el desinterés por el saber. La escuela de un país que supo ser ejemplo mundial hoy se hace agua por todos lados y solo una mirada superadora que vaya más allá de falsos líderes que abren su mano cuando necesitan un voto podrá abrir alguna esperanza.
Pensar la educación implica cuestionar variables muy instituidas en el ecosistema escolar ya que hay imaginarios que se han consolidado como verdades. La docencia como vocación, la necesidad de doce años de obligatoriedad, la no existencia de concursos docentes en el nivel secundario, la presencialidad total para la cursada del nivel secundario, la ausencia de materias electivas, la eliminación de sanciones resignificada en acuerdos de convivencia que quedan siempre en letra muerta, las escuelas convertidas en comedores y desayunadores entre otras cuestiones tocan las fibras más íntimas de una institución que dejaría de ser escuela, o no. Quizá ya lo dejó de ser y las resistencias son solo gritos sin voz un ocaso inevitable. La escuela de la queja pero que tiene miedo de hacer cambios; de darse la oportunidad de otras opciones alberga un fantasma que atraviesa cada rincón de las instituciones. Un entramado de actas -género estupefaciente y tan narcotizante que apaga toda pregunta por la ley que solo hace de cumpli-miento para finalmente dar cuenta de que algo se hizo, aunque no se haya hecho nada- obtura una supuesta memoria de lo escolar que solo es una simple letra muerta que cada actor social usa para legitimar lo hecho. La escuela del “dejámelo por escrito”, “que conste en acta”, “me lo pedís por escrito” es la escuela del fracaso, de un no retorno y de la mediocridad en su momento de auge que deja en un entramado de papeles inertes. La escuela del papel no existe, solo vive en la imaginación de una burocracia que cumple roles para velar una muerte cerebral, la escolar y la de muchos que pululan por los pasillos de las instituciones. Por eso, la escuela se volvió solo calendario, un cuentagotas de semana cortas, feriados, paros y todo azar que se precie para tachar cuánto falta para algo que en realidad nunca empieza: el proceso de enseñanza y aprendizaje. Reformas, circulares, reglamentaciones y un marco normativo que al nacer ya es inoperante operan en el vacío escolar del “los y las” que cuanto más quiere incluir, más fracasa. Porque el discurso, además de abrir espacios, también puede esconder opacidades, generar oscuridades y obturar derechos.
Quienes apuesten por una educación de calidad deberán superar un abordaje que trascienda izquierdismos, derechismos, populismos y toda clase de ismos para pensar no en los pibes, ni en los educandos, ni en los sujetos de derechos sino en jóvenes ciudadanos responsables. Es central que se pueda resignificar la alianza familia y escuela; que pueda colocarse nuevamente el aprendizaje en el centro, al docente se lo considere un profesional e intelectual y que, sobretodo, se entienda en la trayectoria de los estudiantes que el error es parte del proceso, que existen responsabilidades, que la palabra derecho tiene también sus limitantes y la palabra prohibido no implica terrorismo ni represión. Quizá haya alguna esperanza, más allá de todas las diferencias en volver a ver en Argentina, un país de las maravillas. Y ojalá, algún día, ya no necesitemos más ventanas para ver la escuela y busquemos, como Alicia, solo espejos.
Sobre el autor
(*) Esteban Carbonaro es Licenciado y Profesor en Ciencias de la Comunicación. Vicedirector de nivel Secundario de la Escuela Normal Superior Próspero Alemandri (ENSPA) de Avellaneda y docente en escuelas secundarias en bachilleres de comunicación y nivel superior. Además, es Especialista en Gestión y Conducción del Sistema Educativo y sus Instituciones, como así también investiga sobre la salida del closet de docentes en las escuelas secundarias.