sábado 11 de mayo de 2024 - Edición Nº1984

Educación | 22 may 2023

Opinión

¿Cuándo la escuela dejó de ser escuela?

Esteban Carbonaro, Licenciado y Profesor en Ciencias de la Comunicación y vicedirector de nivel secundario del ENSPA de Avellaneda, pone en debate al sistema educativo.


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Por: Lic. Esteban Carbonaro (*)

La escuela, esa palabra que siempre estuvo asociada con expresiones tales como “Acá se viene a estudiar”, “Sin educación no hay futuro”, “Estudiar es la clave de progreso”. Esta institución supo ser un baluarte de la subjetividad moderna erigida a lo largo del siglo XIX y XX. En esos doscientos años inventó a la escuela, a los niños, a los docentes que juntos constituían ese espacio físico, pero sobretodo simbólico donde la lectura y la escritura eran el estandarte para el progreso de un país que ya no es. Se había logrado forjar una alianza entre escuela, familia y estado que en la actualidad se intenta emparchar con un entramado de leyes que solo tapan con derechos aquello que huye por la puerta: el saber.

En tiempos de redes sociales, inclusión, el descentramiento del libro como materialidad articuladora y el cuestionamiento a la legitimidad de la figura del docente, los cruces entre escuelas sin gas, sin wifi, sin luz, sin compromiso de estudiantes y familias, hay una afirmación que todos callan, pero circula sin cesar: la escuela, parafraseando a Nietzsche, ha muerto. La han matado. La hemos matado. Hay una sola razón: su defunción se debe pedirle lo que no puede dar. Solicitar a la escuela que niegue dispositivos tales como un examen, lecciones orales, sanciones por acciones incompatibles con una buena convivencia son parte una trama de sentidos que ha hegemonizado a la educación argentina del siglo XXI. ¿Pedirle a la escuela que no sea escuela? Entonces, quizá sea necesario realizar una arqueología de la escuela que no niegue los logros del pasado y que mire con cautela las actitudes celebratorias de muchos. Una arqueología que no mire con nostalgia un pasado mejor pero que sepa asumir nuevos desafíos entendiendo que hay un presente que abruma y tiene más certezas que dudas.

La pandemia, que pudo haber sido una experiencia superadora para reformular el dispositivo escolar, se convirtió en una instancia más para potenciar el apañamiento de los insoslayables que caracterizaban a la difunta institución: entender lo que se lee, resolver situaciones problemáticas, tener una calificación numérica y convivir con instancias de fracaso que son parte de la vida. La escuela se volvió una utopía de mundos que solo existen en un dogmático marco normativo que mientras más se incrementa en supuestos derechos más opaca la centralidad de la enseñanza. Porque enseñar y aprender no se logra sin orden ni límites. Esto implica no confundir derechos con anomia, aulas con comedores, políticas distribucioncistas con acciones de campaña o construcción ciudadana con demagogias partidarias. El estado no debe cubrir sus deficiencias alimentando bocas con cajas, llenando cerebros con netbooks sino garantizar las condiciones mínimas para que se lleve a cabo lo que ya es un interrogante más que una certeza: el aprendizaje. Así, escuela y ciudadanía atraviesan una fina cornisa donde militancia y democracia como alternancia confunde a labor intelectual de muchos profesionales docentes y habilitan espacios donde la tan celebrada diversidad se esfuma. Una ciudadanía que no confunde estado con gobierno, que no precariza a los profesionales docentes y sobretodo que entiende al estudiante como un sujeto con derechos, pero con responsabilidades y ulteriores consecuencias de sus acciones el espacio escolar.

Deberíamos preguntarnos porqué ha muerto la escuela. La de las lecturas silenciosas y de los celulares apagados. La de los docentes que se forman continuadamente y no especulan con licencias. La de políticos que no solo pintan fachadas para esconder edificios que se caen pedazos. La de las familias que insisten en el rol central del aprendizaje, reconocen los errores de sus hijos y apoyan la labor de los docentes. La del mérito y apoyo al esfuerzo. Esa escuela ha muerto. ¿Será un síntoma de un país que ya la está acompañando en su tumba? 

Sobre el autor

(*) Esteban Carbonaro es Licenciado y Profesor en Ciencias de la Comunicación. Vicedirector de nivel Secundario de la Escuela Normal Superior Próspero Alemandri (ENSPA) de Avellaneda y docente en escuelas secundarias en bachilleres de comunicación y nivel superior. Además, es Especialista en Gestión y Conducción del Sistema Educativo y sus Instituciones, como así también investiga sobre la salida del closet de docentes en las escuelas secundarias.

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